Crecer con el tiempo y su apariencia adulta son un reflejo multiplicado de experiencia que se sostiene básicamente en la infancia. Las experiencias del crecimiento guardan en el corazón del niño la percepción del aprendizaje. El latido de la infancia y no del ser adulto es el que da ritmo a la vida experimentada. El inicio del camino muestra las huellas más profundas en el paso del niño, aunque luego crezca el tamaño de la pisada. No puede aliviarse el dolor experimentado por el niño con la consciencia del adulto veinte años después. Antes bien, ha de tratarse al niño en sus emociones para acometer las mejoras, por mucho tiempo que haya transcurrido.
El niño interior que está en un adulto no solo es una idea figurativa o una romántica por lo que hubo, sino un aspecto práctico y vivo que perdura y vive en cada uno de nosotros; en algunos casos como heridas por no sentirse merecedor de la propia suerte, o suficientemente querido, comprendido, valorado, protegido y, en casos extremos, dañado por la vejación y el abuso.
La vivencia del niño no puede considerarse desde la percepción del adulto, pues el alivio de las tristezas solo es posible abordando a este niño que permanece tras la aparente madurez que otorga el tiempo.
Es así que las problemáticas de la infancia poseen su propio espacio de experimentación con el que se desarrolla lo adulto, pero solo con la regresión a esa infancia, la que jamás desaparece en la experiencia, puede cicatrizar el daño causado al ser inocente y absorbente que prevalece con el paso de los años.